Qué diría su novia si lo viera en ese momento, con su cabeza entre los senos monumentales de esa chica dos cuartas más alta que él, a la que abrazaba tan fuerte que parecía intentar enterrarse en su pecho, mientras ella le regaba su rala cabellera con un diluvio de lágrimas que todavía confundían el dolor, el miedo y el alivio.La había visto por primera vez en el otro extremo de su vagón, en las únicas butacas que miraban hacia el resto del pasaje, esas que siempre se venden por último porque a casi nadie le gusta mirar de dónde viene sino hacia dónde va. La acompañaba otro joven robusto y atractivo, seguramente su novio: las reglas de la armonía determinan que la belleza llame a la belleza y la imperfección, a la soledad. Por eso muchos tienen que conformarse con lo que venga.
Eso le pasaba a él, quince centímetros por debajo de la altura media, una nariz y unas orejas sobredimensionadas más allá de lo tolerable, y cada vez menos pelo. Con este bagaje, sólo podía aspirar a una novia fea o a una mujer que lo aprovechara para descargar todas sus frustraciones. O a ambas cosas. Por suerte Elena, su pareja, sin ajustarse fielmente al canon clásico, sí que resultaba bastante atractiva, e incluso le servía para cosechar frecuentes miradas de envidia de hombres mucho mejor dotados que él. El único problema era su carácter, al que no conseguía pillarle el punto por más que lo intentaba.
Si no, bastaba con ver este viaje. Llevaban meses organizándolo, desde que se enteraron de que iban a estrenar un nuevo tren, modernísimo, que conectaría su ciudad –casi borrada de los mapas oficiales desde que perdió los subsidios al desarrollo que aportaba la Unión Europea- con el resto de la civilización. Durante noches y noches la excursión les sirvió como excusa para ir uniéndose cada vez más, verse más tiempo del que nunca se habían visto, cimentando una relación que parecía destinada a la convivencia bajo un mismo techo a muy corto plazo.
Hasta una hora antes de la partida: “Lo siento, Curro, vas a tener que viajar solo. Yo estoy hecha polvo y necesito pasar todo el fin de semana en mi cama, tapada hasta las orejas”, le anunció por teléfono antes de colgar sin esperar respuesta.
Y ahí estaba él, ocupando su asiento de pasillo, porque a Elena siempre le gustó el de ventanilla. Pero esta vez iba vacío. Bueno, vacío no, porque no había tenido más remedio que utilizarlo para colocar su equipaje, que de tan grande que era no cabía en otro sitio. En él llevaba las cosas de los dos, porque no le había dado tiempo de deshacerlo después de la llamada de su novia.
