Empezó
a sentirse incómoda, más allá de la incomodidad que se le presupone al acto
sexual en el baño de un tren. Más allá, también, de cierto remordimiento
inevitable por estar entregando su virginidad a un desconocido, a un tipo sin
nombre y casi sin rostro, apenas unos centímetros de carne fláccida que se iba
endureciendo conforme ella se inclinaba cada vez más sobre él y con ese gesto
iba ampliando –en meticulosas dosis- la perspectiva de su escote.
El
había empezado en la mesa de la cafetería, con esa mirada seductora y atrevida,
con un leve roce del dorso de la mano en su mejilla. Ella respondió, más
recatada, por debajo del tablero, enroscando su pierna derecha en la
pantorrilla de él. La conversación en ese momento giraba ya en torno a la nada
más absoluta. Sólo era un trámite, pura burocracia de las convenciones
sociales. A ella le gustaban sus ojos impertinentes y su cuerpo atlético,
curiosamente tan parecido al de aquel que tomaba whisky tras whisky acodado en
la barra, festejando la música de los Tres Sudamericanos, como él los había
bautizado y a ella le había hecho tanta gracia.
Una
cosa había llevado a la otra, y había llevado a los dos al baño, que era lo que
más a mano les pillaba. El era ya un perro viejo, y tal vez eso la ayudó a
superar los temores de la primera vez, la aprensión de ver la cara de asco de
su madre, de su tía, de su abuela, de sus hermanas, de sus vecinas, de todas
las mujeres del pueblo, reflejadas en el espejo mientras se desnudaban el uno
al otro y se lanzaban feroces dentelladas a los labios, a las orejas, al
cuello. Llegó a olvidarse no sólo de todo ello, sino también de la fricción
violenta del grifo del lavabo sobre ese límite difuso entre la baja espalda y
el culo superior, que rasgaba su carne con cada embestida de él, cada cual más
urgente y profunda, hasta que ya casi no podía distinguir cada una de la
anterior. Se había abstraído del dolor de adentro y del dolor de afuera, pero
nunca pudo llegar al orgasmo.
Primero
fueron esos golpes en la puerta del baño los que los paralizaron cuando se
aproximaban –él más que ella- al clímax. Frenaron en seco, se sonrieron y se
sonrojaron, como dos niños cazados en medio de una travesura, pero retomaron de
inmediato. Hasta que se repitieron los golpes, ahora insistentes y perentorios.
No hagas caso, dijo él. Pero a ella ya se le había aflojado la risa. Y
definitivamente no pudieron seguir cuando del otro lado de la puerta les llegó
la súplica desesperada de una mujer, ni joven ni vieja, casi sin respiración:
- Quien
esté ahí adentro que se apure, por favor se lo pido, porque es que me lo hago
patas abajo, vaya...
- Ya
va, señora, ya estoy acabando –respondió él ahogando una carcajada, mientras
ella trataba de ahogar la suya y, además, la vergüenza que se le iba
acumulando.
Aun
amenazados por la desesperación de la mujer del pasillo, lo intentaron una
última vez. Pero nunca llegarían a enterarse de que no fueron fruto del sexo
salvaje sus últimas sensaciones, aquellas que tanto habían soñado en sus noches
más húmedas y habían ido a bordear al final de sus caminos entrelazados.