- ¡Ahora, una por nuestro amigo el whiskero! –propuso Isaac, empezando a rasgar su guitarra y convocando a José Andrés para que lo acompañara con el charango.Norberto apuró el medio dedo de aguardiente que quedaba en su vaso y se pasó el dorso de la mano sobre sus labios gruesos y quemados, antes de echarse a la boca su sicu y entonar la enésima melodía andina que animaba la cafetería esa tarde.- Va por usted, Don Tony –especificó Isaac. El aludido levantó hacia ellos su también enésima medida y se sintió atrapado, consciente de que Virginia lo esperaba en el vagón contiguo y de que no podía cagarla justo ahora. Pero, por simple respeto, tampoco podía desairar a esos tres musiqueros inmigrantes que le acababan de dedicar su copla en homenaje a la atención que les había prestado durante todo el trayecto.
Estos tres individuos menudos, de piel parda o dorada según les diera la luz y con ojos tan grandes y abiertos como la sonrisa vitalicia que llevaban impresa en la cara, iban casi todos los jueves a la ciudad, aprovechando el mayor movimiento de los fines de semana para hacer unas monedas con su arte. Hartos del carreteo infernal de cinco horas por caminos de montaña que parecían abiertos a machete y les recordaban a los de sus respectivos países de origen, vieron el cielo abierto cuando oyeron comentar a su patrón que esa semana habilitarían un nuevo tren a la capital y que, como oferta de promoción, el primer viaje costaría lo mismo que el maldito autobús.
Los días de diario trabajaban en el campo, pero eso no alcanzaba para cubrir las urgencias que cada uno tenía en el horizonte inmediato de sus vidas. José Andrés esperaba descendencia dentro de dos meses y no confiaba en el hospital del pueblo, así que estaba decidido a pagar como fuera una clínica privada. Desde que dejara Ecuador hacía un año y medio, a Isaac lo acompañaba cada minuto la obsesión de traerse a su señora cuanto antes. Y Norberto, el más pipiolo de los tres, soñaba con anotarse al curso siguiente en la facultad de periodismo. A pesar de que no tenía terminado el secundario, consiguió falsificar los papeles y –al menos aquí- podía presumir del grado de bachiller y aspirar a una educación digna que en su país le estaba vedada, como a casi todos los cholos.