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17 de Febrero, 2010    gente

Alberto

Alberto trataba de acomodarse, inquieto, en un asiento que se le quedaba cada vez más pequeño. Que él supiera, era el único que no había perdido nada en el viaje y eso, por ridículo que parezca, le pesaba en la conciencia como si fuera culpable de algún crimen. Por más que esa fortuna que ahora lo corroía por dentro –y tal vez por fuera- tuviera una explicación estadística irrefutable: viajaba solo y sin equipaje.

Puesto a reparar la ignominia de ser el protegido del destino, intentó convencerse de que sí había perdido algo: a su vecino de butaca. Trató de sublimar cualquier contacto que hubiera tenido con aquel hombre cincuentón, decididamente obeso, que olía a filete empanado y a cebolla cruda. Rememoró todas las palabras que cruzaron, pero éstas apenas fueron dos: el desganado buenos días a la hora de instalarse cada uno en su lugar. Revivió las veces que llegaron a rozarse fortuitamente sus codos y los gestos que pudieran haberse dedicado durante el trayecto, pero finalmente se vio obligado a reconocer que si algo había sentido por ese individuo era repugnancia.

Tiempo: eso sí que lo había perdido, reflexionó. Una semana de incertidumbre entre cadáveres vivientes en busca de sus muertos. La certeza de que cuando llegara a la capital ya habrían corrido todos los plazos para presentarse a las oposiciones que venía preparando desde que terminó la carrera de derecho, cuatro años atrás, y de que tal vez tendría que esperar otros tantos para encontrar una nueva oportunidad. La idea de que había perdido una semana de su vida y un pedazo no cuantificable de futuro le hizo sentirse más tranquilo, aunque al mismo tiempo mucho más miserable, rodeado de gente que lo había perdido todo.

Por eso no podía mirar a los ojos a su nuevo compañerito de viaje: un chico de unos doce años que había subido con sus padres en la primera estación intermedia, la semana anterior, y que ahora sobrellevaba su soledad con una entereza de la que Alberto había demostrado no ser capaz. Si alguien conservara una mínima capacidad de asombro o la menor picazón de curiosidad, después de lo que habían pasado todos, y le preguntara qué hacía ese chico allí, a su lado, él no tendría respuesta alguna para darle, siendo que no la encontraba ni para sí mismo. Allí había padres sin hijos, abuelas sin nietos, juguetes sin dueño, miles de asientos vacíos, pero –no se sabe en qué momento de la semana ni por qué- Adrián escogió a Alberto. Es que, se dijo éste, a veces las relaciones humanas parece que se definen por sorteo.

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publicado por gabardo a las 09:21 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
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SOBRE MÍ
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Paco del Pino

Operario de la información y guerrillero de las letras.
Actualmente -como desde hace una década, ya ven- me desempeño en el diario Primera Edición, de Misiones (Argentina).
Co autor del libro "Sobre esta piedra", la biografía no oficial de Fernando Lugo antes de convertirse en Presidente de Paraguay y en Padre de la Patria y de sus múltiples bastardos.
Contacto: gabardo01@hotmail.com

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