Eva/Luna

Tal vez no quiso interrumpir ese juego (si es que de eso se trataba), o tal vez estaba hipnotizada por las imágenes que la asediaban desde allá arriba: una película de la que después no recordaría ni el argumento ni los personajes ni los actores, pero que se le había agarrado al pecho y en él se le estaba encarnando poco a poco, como si despertara en ella una memoria oscura de sí misma, un pasado lejano e inquietante que su cerebro y el tiempo se hubieran encargado de borrar por razones de estricta supervivencia. Eva era consciente de que casi al principio de su biografía había un par de páginas en blanco que alguien, años más tarde, había tratado de llenar con no sabía qué historias extrañas y truculentas que ahora, de nuevo, se habían convertido en otro capítulo perdido.

Tan absorta estaba en esas imágenes que no entendía y en esos pensamientos que entendía aún menos, que tardó en darse cuenta de que su vecina la había abandonado, que había aprovechado que las butacas al otro lado del pasillo estaban vacías para acomodarse junto a la ventanilla y disfrutar de un reposabrazos para ella sola. En cualquier lugar estará más a gusto que aquí a mi vera, se dijo Eva. Y por primera vez se animó a contemplarla con una mezcla de ternura y compasión, considerándola otra de sus víctimas. Hasta le puso un nombre: Luna. Sin embargo, no reparó otra vez en ella hasta que salió corriendo por el vagón, gritando como loca, cuando el revisor pasó a toda prisa jadeando algo así como “¡ofú, qué mal me huele esto, esos chisporroteos de allí atrás parecen las Fallas de Valencia!”.

Así, correteando de una puerta a la otra sin rumbo fijo y con las manos en la cabeza, fue como todos los pasajeros -menos Eva- conocieron a Luna. Y no la volvieron a ver hasta mucho después, en aquel túnel fétido, caminando desorientada y desnuda, tropezando con los cuerpos apilados, con la boca abierta pero muda y con sus dedos índices haciendo remolinos en el cabello que le caía sobre las sienes.