Nunca oyó llorar a su hijo. Su esposa le aseguraba a menudo que ella sí podía oírlo, pero nunca pudo convencerle. “Ya tendremos tiempo hasta de cansarnos de su llanto”, solía bromear él engarzando torpemente sus dedos entre los de ella, tan torpemente que siempre se amontonaban en una o dos ranuras y los demás quedaban libres. Eso le hacía reír mucho a Analía, por eso no trataba deenmendarlo ni de soltarse.- Gustavo, tenemos que apurarnos –le dijo en una de esas ocasiones, acariciándose el vientre casi con vergüenza y desterrando por primera vez de sus ojos aquella chispa que los había adornado en los últimos ocho meses y medio-. Estoy saliendo de cuentas y ya sabes que el niño tiene que nacer allí.
Allí era frente al mar, en aquel pueblito de la costa mediterránea donde se conocieron –muy a pesar de los padres de él- y donde –muy a pesar de los padres de ella- concibieron a esa criatura a la que Gustavo nunca oyó llorar.
El también acarició la panza de Analía, con menos vergüenza pero con mucha precaución, como si temiera hacerle daño a su hijo si apretaba muy fuerte. Destrenzó sus dedos de la otra mano de los de ella, se levantó, la besó en la frente con tanta intensidad como si quisiera tatuarle allí su amor y se marchó rumbo a la agencia de viajes.
Aún hoy,dos semanas después y tras dos trayectos de ida y vuelta a ninguna parte, no se explica cómo pudo hacerle caso a la chica que le vendió los pasajes. No lo lamenta, porque ya nada le importa, pero no lo entiende. Tal vez la joven tenía razón: el autobús no es el mejor medio de transporte para una embarazada, sobre todo cuando hay que recorrer cinco horas de caminos de montaña en mal estado, con curvas, contracurvas y baches en una sucesión arrítmica pero constante.
- Para la semana que viene, por el mismo precio que el autobús, tengo un pasaje en un tren moderno, con aire acondicionado y todo. Ya sabe que en esta época no es difícil alcanzar los 45 grados por esa zona... Está en promoción porque es un viaje experimental.
Gustavo aceptó la oferta sin pensárselo dos veces. No reflexionó sobre esa última palabra hasta que ya era demasiado tarde. “Los experimentos, con gaseosa”, se dice ahora, pero sin atisbo de remordimiento, ni de amargura, como todo desde hace dos semanas. Ni siquiera cuando comprendió que nunca podría oír llorar a su hijo, pudo llorar él. Porque para entonces ya estaba seco por dentro.