Una ciudad no se piensa de un día para el otro. Requiere proyectos a largo plazo, procesos de definición y jerarquización de metas, de selección de ideas. En resumen, hay que planificarla. Pero hay que tomar encuenta que se trabaja sobre un punto de partida ya existente (la ciudad tal cual es hoy) que no se debe sacralizar (“dejarla como está”) pero tampoco despreciar, hacer tabla rasa y reconstruirla bajo los nuevos paradigmas de la época. Porque con el tiempo caerán esos paradigmas y –bajo esa lógica- habrá que empezar otra vez de cero. Y sobre todo hay que tomar conciencia de que la ciudad se piensa a partir de las premisas mencionadas, pero se va construyendo en el día a día, con la cotidianeidad de sus actores y acaso la guía, el acompañamiento o el impulso de sus autoridades. La ciudad es de los ciudadanosy el perfil de ciudad lo va definiendo y moldeando la vida de sus protagonistas.Por eso la ciudad tampoco se piensa –y mucho menos se construye- entre unos pocos, por más iluminados que sean. Brasilia es un modelo universal, la megalópolis de referencia en el mundo hasta que se empezaron aponer de moda las ciudades-capricho (o los territorios-juguete) de los jeques árabes. Brasilia la “construyó” un solo hombre, Oscar Niemeyer, por encargo de un gobierno militar y con unas pautas y objetivos definidos: querían una megaciudad financiera y de servicios para convertirla en la capital administrativa de un mega estado como Brasil. Pero, con perdón de los arquitectos e ingenieros que rigen hoy las administraciones de Posadas, de Misiones y de la Entidad Binacional Yacyretá, entre todos ellos no suman medio Niemeyer. Ni –aunque a veces lo parezca- estamos sometidos a la férrea mano de una dictadura que marca las pautas de vida de sus súbditos por designio divino. Y lo más importante: jamás escuché a nadie, en el mundo, que sueñe (o que simplemente quiera) vivir en Brasilia. Sí en la violenta San Pablo, o en la caótica y favelizada Rio de Janeiro, pero no en Brasilia. Porque Brasilia no es habitable, no es vivible: es un artefacto. Y Posadas –más allá del perfil del que se la quiera o pueda dotar- tiene que pensarse como una ciudad para ser vivida.
Ahí radica la importancia de que se construya entre todos una ciudad para todos. Y eso implica participación, consenso e identificación. Participación de todos en la definición de la ciudad que se quiere. Consenso en las líneas básicas de acción para alcanzar los objetivos propuestos. E identificación en el proceso de construcción, porque esa es la única garantía de que luego, una vez construida la ciudad, funcione como tal; es decir, que sus actores se apropien de ella, la vivan, la disfruten, la exploten, la aprovechen.
Una oportunidad… ¿o muchas oportunidades?
Aun con algunos obstáculos que lo vienen demorando y con más de una duda a futuro (sobre todo en términos de identidad y apropiación), el Plan Estratégico Posadas (PEP) 2022 que se puso en marcha en julio de 2008 -pero que recién en 2009 tuvo su intercambio más productivo- parece un punto de partida sólido para la construcción de lo que aquí se reclama. Por eso no se entiende la política de doble faz que se aplica desde la comuna posadeña: por un lado se impulsa un proyecto a largo plazo en el que se invierte mucho trabajo y dinero y por el otro, se aplican medidas a las apuradas que contradicen ese esfuerzo. Es cierto que no se puede esperar a terminar el PEP para empezar a “hacer ciudad”, pero quedan muchos basurales, muchos arroyos sin sanear, muchas calles y veredas rotas, muchas familias sin servicios básicos (en resumen, muchas necesidades puntuales) como para abordar “prioritariamente” proyectos que hacen precisamente a la construcción de fondo de la ciudad futura.
¿Quién dijo que modificar la avenida Uruguay es una prioridad para Posadas? No los posadeños. Sí una empresa de transporte -que sería la gran beneficiaria de la multimillonaria inversión, en detrimento de vecinos, comerciantes y automovilistas- con el estímulo de la Provincia, mientras el Gobierno municipal abre las puertas de su casa a cualquier capricho ajeno o –en el mejor de los casos- se resigna a cumplir los deseos de sus “mayores” por su incapacidad (económica y política) de emanciparse.
La mejora estructural del tránsito (de la que forma parte la remodelación de la avenida Uruguay) debe abordarse serena e integralmente, en el marco del plan estratégico y una vez que se hayan resuelto los problemas coyunturales, que son los que hay que solucionar aquí y ahora: descongestión del microcentro y las principales arterias, mejora de recorridos y frecuencias del transporte público, que se complete la infraestructura necesaria paraaplicar de verdad el cacareado Sistema Integrado Metropolitano… Hoy por hoy, hace falta gastar menos y pensar más.
El papel del Estado
Pero el caso Uruguay, hoy frenado “in extremis” por una “mini-rebelión” de los frentistas –fundamentalmente los comerciantes-, no deja de ser una mancha más en el tigre, ya moteado por el derrumbe de la ex estación de trenes, la también multimillonaria reforma de la plaza 9 de Julio o la peatonalización de la calle Félix de Azara. Todos proyectos oficiales, sin mayor consenso que la supuesta “carta blanca” que dio un mayoritario pero exiguo porcentaje de la ciudadanía con su voto. Parece que de un tiempo a esta parte la consigna es hacer a como dé lugar. Los gobiernos se sienten más ejecutivos –más gobierno- cuando hacen cosas. Pero hacer no es construir: hacer no es el fin, sino el medio, la herramienta. Ya se dijo que la ciudad se va forjando en el día a día de sus ciudadanos. Un gobierno es ejecutivo no cuando inaugura obras, sino cuando sienta las bases para que la ciudad crezca.
Por eso es tan importante la participación y el consenso: porque es la única manera de que el vecino, el empresario y cualquier otro actor de la ciudad se apropie de ella (es decir, que se identifique con ella y la sienta como propia), que -a su vez- es la única forma de que la ciudad crezca. Más allá de planes estratégicos o proyectos a largo plazo, el consenso y la participación deben ser permanentes. Y ¡ojo!: del lado de la ciudadanía, no son sólo derechos, sino también deberes. Hay que participar en el momento adecuado (no llorar sobre la leche derramada) y entender el consenso no como una sumatoria de intereses, sino los intereses de todos puestos en común en busca del mayor beneficio general: todo consenso exige renunciamientos de todas las partes.