Todos contra el rey

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Algún día el ajedrez será condenado a la hoguera de lo políticamenteincorrecto. Ya hace tiempo que se lo dejamos de enseñar a los niños, temerososde embaucarlos a la ligera con una guerra fratricida por la supremacía racial.Desde el principio los blancos llevan la iniciativa mientras los negros sedefienden con fiereza, en busca del flanco débil que pueda dejar tras de sí laarrogancia aria. Se lanzan los peones como carne de cañón, disfrazando suexterminio bajo ese oropel mítico y glorioso del sacrificio. Es sintomático queno nos sorprenda que un simple animal como el caballo se nos figure más valiosoque dos y hasta tres hombres, por gordos y torpes que éstos resulten en susataques oblicuos. Tampoco parece conciliable con nuestra cosmología la figurade un Rey timorato atrincherado en su cohorte mientras su dama se pasea libre ycasquivana por todo el campo de batalla, abusando de su poder para comerse–impunemente, casi siempre- cuanto encuentra a su paso. Pero tal vez lo máschocante sea que el peón, esa pieza rechoncha y de recursos tan limitados,pueda convertirse por arte de magia, al final de su viaje, en noble Reina, cualLetizia o Máxima o –peor aún- como Mario el oficinista trasmuta los sábados porla noche en Deborah, la nueva diva del pop. Más pronto que tarde, el ajedrezserá rebajado de arte a pasatiempo obsceno. Y eso ocurrirá cuando el quearranca segundo gane más partidas que el acreedor consuetudinario a laapertura. El mundo empezó a cambiar el día que el peón de negras dio jaque mateal Rey de blancas, mientras los alfiles y caballos de éste se lanzaban en unasedio sin escrúpulos sobre el enroque enemigo, en la otra esquina del tablero.