
El
anciano se sentó en el escalón de entrada a un comercio posadeño. Era de
madrugada y ni un alma pasaba por las calles. Sólo él con sus pies cansados,
después de deambular por la ciudad durante horas. Decidió sacarse las
zapatillas, ésas que el dueño de la zapatería de la esquina le había regalado
porque ni de oferta las quería nadie, y recostarse sobre la vidriera, cartón de
vino en mano, para paliar su desamparo.
Casi
sin quererlo, cerró los ojos y se sumió en quién sabe qué ensoñaciones. Pero
alguien vino a interrumpir su primer buen momento del día: un flaco alto y
desgarbado, con la nariz tajeada y ojos fieros. Un niño no tan niño, un joven
prematuro, con pies callosos y descalzos. Observaba al viejo, pero más
observaba sus zapatillas, dudando si, una vez que fueran suyas, se las pondría
o las vendería allá, en su barrio.
Cuando
desataba los cordones con cautela, para no despertar al anciano, éste se dio
media vuelta, lo miró con ojos profundos pero cansados, y dibujo una mueca de
desencanto. "Otra vez la misma historia", pensó sin darse cuenta de
que la historia no era la misma. Se revolvió, desparramó el vino del tetra por
la vereda, trató de incorporarse y se acercó hasta el joven ratero. Demasiado,
lo suficiente para encontrarse cara a cara con él y con un fuerte puntazo en el
pecho. Cayó, recostado sobre la vidriera, pero ahora sin zapatillas y sin
ensoñación alguna.
El
niño no tan niño -y ahora un poco menos- se calzó y salió corriendo, sin
fijarse siquiera si alguien lo había visto. No frenó hasta llegar a su barrio,
allá, en el extrarradio de la ciudad, donde un grupo de jóvenes reclamó su
presencia para fumar unos canutos. Entre carcajadas, les contó su hazaña con el
viejo del microcentro, el cigarrillo de marihuana en una mano, el termolar de
fernet que le habían pasado en la otra y el cuchillo sobresaliendo del bolsillo
trasero de su jean.
De
repente, el amigo (el compinche, el acompañante ocasional, el desconocido tal
vez) que estaba a su izquierda vio brillar el filo del arma, iluminado por el
móvil policial que hacía la primera y única ronda de la noche. Aguardó unos
instantes y después se abalanzó sobre el chico de las zapatillas, le arrebató
el cuchillo y se lo introdujo violentamente en el costado dos, tres, cuatro
veces. ¿Por qué? Porque sí, por envidia, porque estaba podrido de que el otro
le refregara por la jeta su aventura en el centro.
A
un par de cuadras de distancia, el móvil de la Policía detuvo su marcha.
Los dos efectivos se bajaron y se dirigieron hacia una ronda de amigos que
tomaban tereré en la plaza del barrio. ¿Qué hacen aquí a esta hora?, fue su
desafiante tarjeta de presentación. Después, el resto fue un cúmulo de
vejaciones. Los rostros pálidos del principio se fueron enrojeciendo de ira, a
medida que las palabras y gestos de los policías se endurecían. Al final, una
discusión, varios gritos, corridas cada uno por su lado, dos disparos y un
joven solo, tumbado en el suelo, herido de muerte, mientras el móvil se alejaba
despacito camino a la seccional.
Una
espiral
La
pobreza, las carencias educativas (del ciudadano común) y de preparación (en
las fuerzas de seguridad) y la falta de contención familiar son las tres patas
donde descansa la mayoría de los delitos que se cometen en la provincia.
Cómo
puede ser de otra manera, si usted llega a su casa destruido después de doce
horas de trabajo, de haber pasado por el cajero automático y ver un cero grandote
en su saldo, de no haber podido comprar una cerveza bien fría porque para cuando
se liberó del laburo –pasada la medianoche- ya regía la veda alcohólica. Y le
pega una patada al perro que le ladra en la entrada del edificio, abronca a
unos chicos que están jugando y haciendo ruido en la escalera y le dan ganas de
pegar a su mujer porque a la cena le falta sal.
Cómo
puede ser de otra manera, si en el departamento contiguo discuten y patalean
porque uno quiere ver el fútbol, la otra la película y el tercero, el pequeñín,
los dibujitos. Si abajo la mamá oye berrear a su bebé y empieza a mirar con
cariño la cuerda de tender la ropa, pensando en lo que ninguna madre debería
pensar. Si toda esta gente es gente común, de naturaleza tranquila, si hay
otros muchos que sí son violentos y, en la misma ciudad a la misma hora, están
ejecutando todo eso que ellos querrían hacer pero -por ahora- no harán.
Si
el círculo vicioso de la miseria, del deterioro de la calidad de vida, de los
problemas crecientes, se convierte poco a poco en una espiral de violencia que
incrementa exponencialmente el número de muertes, robos, castigos, gritos,
suicidios, maltratos físicos y psicológicos, temeridades al volante, actos de
violencia en el fútbol, en el boliche, en el supermercado. Este es el verdadero
riesgo país que crece como la espuma.